En la búsqueda de derrotar al cáncer, según especialistas y también de una porción de sentido común, parece que redefinir el término y el contexto semántico podría funcionar como un refuerzo significativo.
El poder del lenguaje, en muchos casos determinante, ha sido resaltado en múltiples contextos. Desde la psicología (en la escuela lacaniana) y la magia, hasta en el acto religioso de orar, la retórica política para persuadir o manipular –recordemos al célebre Demóstenes, el marketing, o en prácticas ‘extremas’, como la programación neurolinguística. De hecho, es bastante probable que una buena parte de la naturaleza de nuestra realidad sea, sí, semántica.
Hoy es difícil encontrar una persona que
no haya sido afectada de manera directa con, por ejemplo la muerte de
un familiar o ser querido, a causa del cáncer. La destructiva voracidad
de esta enfermedad, su naturaleza hipercompleja, y la enorme cantidad de
potenciales manifestaciones han hecho de este mal uno de los peores
enemigos de la salud humana en las últimas décadas. A grandes rasgos
involucra el desarrollo, no regulado, de células, y hasta ahora se han
detectado más de doscientos tipos distintos de esta enfermedad. En 2012,
de acuerdo con cifras del índice GLOBOCAN (emitido por la Agencia
Internacional para la Investigación del Cáncer o IARC), se registraron
14.1 millones de nuevos casos y 8.2 millones de muertes relacionadas.
Los frentes de batalla para combatir
este mal, que bien podríamos considerar como el enemigo público número
uno de la salud contemporánea, involucran desde sofisticados avances
médicos a través de la ciencia y la tecnología, en buena medida
encabezados por la medicina alópata, hasta innumerables terapias
alternativas y medidas preventivas –estas últimas sobretodo asociadas a
prácticas alimenticias y otros hábitos cotidianos.
Recientemente ha surgido una nueva
trinchera que aboga por un recurso complementario, pero significativo,
para refinar esta lucha: replantear la palabra “cáncer”. Lo anterior se
debe no sólo a que este término genérico engloba males con grados de
peligro completamente disímiles, sino que, entendiblemente, es un
término que culturalmente asociamos con un gran sufrimiento y con una
eventual muerte. “El cáncer no es un diagnóstico. Es una etiqueta –y una
poco precisa–, tomando en cuenta el amplio rango de condiciones que
engloba”, advierte Adrian Marston, ex director de la Asociación de
Cirujanos de Gran Bretaña e Irlanda, y quien a su vez fue diagnosticado
con cáncer en un par de ocasiones. Además, refiere que el miedo que
define a esta enfermedad dentro del imaginario colectivo, detona por sí
solo un gigantesco mercado, lo cual es esencialmente miserable.
En su artículo Why it’s time to ditch the word “cancer”, publicado en New Statesman (12/12/2013), Marston retoma una iniciativa de miembros del US National Cancer Institute:
El término cáncer
invoca el espectro de un proceso inexorablemente letal; sin embargo, los
cánceres son heterogéneos y pueden seguir múltiples trayectorias, de
entre las cuales no todas derivan en metástasis y muerte, e incluyen
enfermedades indolentes que no provocan daño alguno al paciente a lo
largo de su vida [...]. La palabra cáncer debería utilizarse para
describir exclusivamente lesiones con una posibilidad razonable de
convertirse en letales en caso de no tratarse.
En el caso de las anormalidades que
actualmente se incluyen en la etiqueta cáncer, pero que no representan
amenaza alguna para la vida del paciente, Marston propone que se utilice
el término dDNA (damaged DNA), mientras que la American Medical
Association propuso el término IDLEs (indolent lesions of epithelial
origin o lesiones indolentes de origen epitelial). Otis W. Brawley,
oficial médico en jefe de la American Cancer Society, afirma que
“necesitamos una definición de cáncer que corresponda al siglo XXI y no
una acuñada en el siglo XIX, que es la que hemos estado utilizando”.
Por su parte, la Dra. Laura J. Esserman, profesora de cirugía y radiología en la Universidad de California, denuncia un sobrediagnóstico de casos de cáncer, y enfatiza también en los efectos psicoculturales de esta palabra:
Cambiar el lenguaje
que utilizamos para diagnosticar varias lesiones es esencial para dar
confianza a los pacientes en que no tendrán que recurrir a tratamientos
agresivos. El problema para el público es que escuchan la palabra cáncer
y creen que morirán a menos de ser exitosamente tratados. Deberíamos de
reservarnos este término, “cáncer”, sólo para esas cosas que tienen
altas probabilidades de convertirse en un problema.
El poder de la mente humana es tal que,
además de que difícilmente podríamos desasociar lo que le sucede a
nuestra salud física de lo que ocurre en nuestra cabeza, existen
indicios de que en el momento en que un paciente es diagnosticado con
cáncer, la simple idea repercute negativamente en su cuerpo.
Creo que sólo resta aclarar que no se
trata de simplemente abocarnos a lucha por reformar el contexto
semántico del cáncer. Obviamente se tiene que seguir empujando desde la
trinchera científica y, sobretodo, en la investigación de las causas que
originan esta maligna entidad y las prácticas preventivas que pueden
derrotarla aún antes de que tenga la opción de existir. Lamentablemente,
parece que en el camino existen colosales agendas económicas, asociadas
a las siempre nefastas farmacéuticas, pero también a procesos de
producción industrial de alimentos y otros bienes cotidianos, por
ejemplo, los productos de baño, tal vez incluso de vestido y otros,
además de prácticas acendradas en el estilo de vida que defina nuestra
actualidad, y que derivan en fenómenos como el estrés y la ansiedad.
El reto es evidentemente difícil, pero
supongo que su existencia está en sintonía con nuestra capacidad para
vencerlo. Es decir, al menos desde una perspectiva metaoptimista, si
fuera invencible no podría existir. Y trabajar la solución incluyendo la
arena semántica parece hoy una buena oportunidad de reforzar la
misión.