No eres consciente de ello.
Pero controlar tu sexualidad es una de las maneras más fáciles y efectivas de controlar tus actos.
Siempre ha sido así y lo sigue siendo en la actualidad.
La forma de entender la sexualidad tiene hondas implicaciones a la hora de conformar las relaciones humanas entre los individuos y las estructuras sociales que de ellas derivan.
Podemos afirmar que el sexo es un claro reflejo de cómo es una sociedad.
A nivel individual, resulta crucial en el proceso de construcción personal, pues la exploración de la propia sexualidad nos lleva al conocimiento de nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestros más profundos impulsos y motivaciones, de ahí su importancia en el proceso de individualización.
Además el pleno desarrollo de la propia sexualidad determina la forma en que nos relacionamos con los otros individuos.
A nivel de relaciones humanas, sea probablemente el momento de comunión entre dos personas más elevado que nos ha otorgado la naturaleza, pues entramos literalmente unos dentro de los otros y experimentamos sensaciones y emociones que no pueden compararse con ninguna otra actividad humana.
Es lo más próximo a una “experiencia mística”, un paso hacia lo que sería una “espiritualidad natural”.
Así pues, controlar la sexualidad, es una forma de controlar al individuo y su forma de relacionarse con los demás.
No solo eso: es una forma de moldear su visión de la realidad.
Quitarle el valor a la sexualidad, negarle su valor trascendente y elevado, rebajándolo a algo banal, es, por lo tanto, una forma de negarle valor al propio individuo.
Y por ende, una forma de negarle valor a las demás personas y a las relaciones que con ellas se establecen.
Y eso es exactamente lo que, a lo largo de los siglos, el Sistema, encarnado en los “vigilantes de los sucesivos valores morales” ha perseguido de forma obsesiva.
Inicialmente, en nuestra sociedad occidental de raíz cristiana, calificando el sexo como algo pecaminoso y sucio, asociándolo a la culpa, la corrupción y la animalidad y arrebatándole así, su elevado valor.
Y una vez culminado este proceso, una vez despojado el sexo de su auténtico valor en la psique del individuo, lo ha utilizado como herramienta de control, independientemente del enfoque cultural o social asociado a cada coyuntura histórica del sistema.
Esto es precisamente lo que estamos viviendo actualmente en las sociedades occidentales.
Experimentamos una libertad sexual absoluta, que paradójicamente, se ha convertido en una eficiente herramienta de control social e individual, como antaño lo fue la represión sexual.
No hace falta ser un puritano para percatarnos de la incesante promoción del “sexo por el sexo” a través de la publicidad, la televisión o el cine, hasta convertirlo en un producto de consumo más.
Hemos pasado de la patética familia Ingalls temerosa de dios
de “La Casa de la Pradera”, a las aventuras lúbricas de las insaciables
cuarentonas de “Sexo en Nueva York”, y de la vergonzante publicidad con
abnegadas y serviles amas de casa cocinando en delantal delicias para
sus maridos, a los anuncios de parejitas desnudas usando cremas
lubricantes y condones de 1000 sabores.
Porque no nos engañemos: una persona con los impulsos sexuales cubiertos es más dócil y tranquila.
Quizás no disfrute de libertades o derechos, pero si su cuerpo ve satisfechas sus necesidades más placenteras, queda mucho menos espacio para la rebeldía.
Todos sabemos que no hay nada que frustre e incluso violente más a un hombre (y a una mujer), que la abstinencia sexual continuada, pues no hay medio de escapar de la creciente presión que ejerce el propio cuerpo, reclamando sus impulsos a gritos.
Una prisión con “atentas mujeres de compañía” necesitaría muchos menos guardias, que a nadie le quepa duda.
Pero en realidad, la clave del control sexual sobre los individuos no radica en coartar su libertad para practicar el sexo, sino en limitar el sentido y el valor que éstos le otorguen a nivel profundo.
Por esta razón, la sociedad actual ha convertido el sexo en algo banal y vacío, próximo a la práctica del deporte.
Se ha desarrollado una suerte de prestigio social asociado al “número”, a los “tantos anotados”.
Así, las parejas sexuales obtenidas se convierten en trofeos ganados y los triunfos en la cama en goles que suben al marcador.
El orgasmo ya no tiene más función que el de suministrar descargas de endorfinas a nuestro cerebro, una inyección de placer instantáneo, una dosis de felicidad que debemos administrarnos regularmente para seguir siendo dóciles y no sentir el creciente desasosiego que puede llevarnos al descontento y la rebeldía.
Como las adictivas y narcotizantes dosis de azúcar que inundan la comida y la bebida basura.
Así vemos como, en busca de esas dosis, millones de jóvenes cegados por el alcohol se apiñan los fines de semana en ruidosos locales destinados a minimizar el contacto individual, pues no importa la persona con la que se relacionen sino obtener el “chute” de endorfinas y presumir luego de cómo se ha conseguido.
Como un picor que debe ser rascado, como una vulgar necesidad fisiológica que necesita de un orificio o de una protuberancia para ser cubierta.
Y si solo se reduce a eso, a conseguir una simple dosis de placer, entonces, ¿cuánto tiempo tardaremos en practicar el sexo con robots?
Eficientes e incansables, sin imperfecciones físicas, sin sudores ni olores desagradables, perfectamente asépticos, con sus sensores afinados para acceder a nuestros puntos erógenos en el momento adecuado, detectando nuestro ritmo cardíaco y nuestras emisiones de calor y fluidos…y sin más compromiso emocional con ellos que el de cambiar sus baterías o actualizar sus controladores.
Puede parecer una fantasía extraída de una película, pero las bases en nuestra psique para llegar a tal punto ya están instauradas.
O quizás lleguemos a situaciones aún más surrealistas y en un futuro todo se focalice en el orgasmo, porque si el orgasmo ya no es mas que esa dosis de placer que se busca con tanto ahínco…¿Cuanto tiempo tardaremos en obtener orgasmos en pastillas, adquiridas en una farmacia?
¿O peor aún, en una bolsa de patatas fritas?
¿Porque no imaginar anuncios del futuro, con grupos multirraciales de amigos y amigas sonrientes, sentados en el sofá viendo el fútbol mientras consumen snacks orgásmicos y se mueren de risa grabando con sus modernos móviles las retorcidas caras de placer que estos provocan en los demás?
Orgasmos con sabor a jamón o que inundan el paladar con el sabor refrescante de las frutas del caribe.
O deliciosos helados de marca que con su sabor a chocolate blanco artesano provocan estertores de placer incontrolable…
¿Es tan disparatado?
Al fin y al cabo ¿donde termina el sexo y comienza el marketing?
En el mundo occidental, la frontera entre el sexo y el marketing es completamente difusa, ambos viven en perfecta simbiosis.
Vivimos rodeados de anuncios de David Beckham en calzoncillos y desfiles de Victoria Secret.
Nuestra mente está sometida a una constante programación sexual.
La publicidad, el cine y la TV, nos venden los modelos estéticos masculinos y femeninos a los que debemos asemejarnos para ser “sexualmente deseables”.
Y nos hacen sentir mal con nosotros mismos y con nuestros cuerpos si no nos parecemos a ellos.
El mecanismo de manipulación es tan simple como efectivo:
Somos programados hasta que al final “deseamos” ser lo que nos han dicho que “debemos” ser para convertirnos en sexualmente deseables.
Y una vez creado este mecanismo de programación mental, solo deben asociar sus productos cosméticos, sus ropas, sus zapatos o sus peinados al modelo que “ellos” mismos han diseñado, para convertir nuestro deseo sexual en una incesante fuente de ingresos.
Es así de triste.
Nos han hecho creer que somos más libres sexualmente que nunca antes en la historia, cuando en realidad, nuestra sexualidad está más programada que nunca.
Ya somos poco más que perros amaestrados que responden a impulsos de manera refleja.
No estamos diciendo que la libre práctica del sexo sea algo malo, ni que la promiscuidad sexual represente nada negativo, ni abogamos por una sexualidad “trascendente”, en la que cada relación sexual se convierta en una especie de “ritual sagrado de elevación”.
Eso sería tan ridículo como afirmar que la única música válida es la música sacra.
Precisamente, lo bueno de la música es que existe una canción y un estilo adecuados para cada momento, según tu estado de ánimo y tus preferencias.
Y todos son válidos, desde la Música de Cámara hasta el Thrash Metal.
Lo que reclamamos es la necesidad de otorgarle el adecuado valor a la “música en sí”, sea del estilo que sea.
Porque la música es mucho más que un “entretenimiento” consumible por raciones.
Y exactamente lo mismo sucede con el Sexo.
Pero desgraciadamente nuestra sociedad lo ha convertido ya en un producto de consumo más.
Desde que nacemos, el Sistema nos roba la sexualidad, la programa a través de estereotipos y la socializa.
Nos impide así desarrollar una sexualidad propia e individualizada, sin más limitaciones que las que nosotros establezcamos y con ello consigue dominarnos por completo, programando una de nuestras más poderosas herramientas de construcción personal, hasta controlar totalmente a todos los individuos y la forma de relacionarse de unos con otros.
Porque la libertad sexual no es algo que pertenezca a ningún colectivo, ni algo que sólo pueda ser obtenido a través de luchas sociales.
Es algo personal y va mucho más allá de cómo o con quién la sociedad nos permite relacionarnos sin penalizarnos por ello.
Esa es una visión superficial, que solo representa un anexo más a la programación mental a la que ya estamos sometidos.
La auténtica libertad sexual es un viaje profundo que solo tú puedes emprender, a nivel individual, derribando las barreras levantadas en tu psique, hasta saber quién eres en realidad.
Un largo camino que debes transitar para recuperar tu poder.
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