Desde hace medio siglo se han lanzado al medio ambiente unas 100.000 moléculas de síntesis, potencialmente tóxicas[1], que invaden nuestros platos. “¿Existe relación entre la exposición a estas sustancias químicas y la progresión espectacular de los cánceres, las enfermedades neurodegenerativas, los problemas de fertilidad, la diabetes o la obesidad que se constata en los países ´desarrollados´, hasta el punto de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) habla de ´epidemia´?”[2].
A partir de esta pregunta (que se puede desde ahora mismo contestar 
positivamente: sí, existe relación estrecha) cuando invoquemos “el pan 
nuestro de cada día” habrá que añadir “ecológico”, sin venenos.
No podría vivir en paz si guardara silencio
Rachel Carson[3]
Pesticidas
Con este nombre designamos venenos
 químicos que sirven para matar. Su propia etimología lo expresa con 
toda claridad: “pesti” procede del latín pestis que designa plagas o 
enfermedades contagiosas, y “cida”, procedente igualmente del latín 
caedere, significa matar. Por tener esta denominación tan expresiva los 
fabricantes nos lo han hecho denominar como productos fitosanitarios, y 
su aplicación en el terreno, comúnmente, se designa con los términos 
médicos de “curar” y “tratar”.
Aunque en forma de compuestos minerales o plantas, los pesticidas se han
 utilizado desde la Antigüedad, pero es en la Primera Guerra Mundial 
cuando se ponen las bases de su producción masiva, que está ligada en 
muchos casos a la guerra química cuya paternidad corresponde al alemán 
Fritz Haber (1868-1934). Este investigador descubrió la fijación de 
nitrógeno atmosférico, base para la fabricación de abonos nitrogenados 
pero también para la obtención de explosivos. A la vez desarrolló el gas
 de cloro, usado como arma en la Gran Guerra, y a partir de ahí el 
fosgeno que sigue siendo muy usado en la industria de los pesticidas (es
 uno de los componentes del sevín, el insecticida que fue el origen de 
la catástrofe de Bhopal en 1984, en la que murieron 20.000 personas y 
quedaron heridas medio millón). Estos trabajos de Haber sobre los gases 
clorados abrieron el camino hacia la producción industrial de 
insecticidas de síntesis, la familia de los organoclorados, de los 
cuales el más célebre es el DDT -diclodifeniltricloroetano.
Unas historias de prohibiciones tardías
El DDT
 fue utilizado por primera vez en 1943 como insecticida y fue casi 
prohibido en 2001[4]. En esos 60 años se arrojaron cerca de dos millones
 de toneladas por todas partes: en campos, ciudades y hogares. La 
primera gran denuncia sobre sus efectos fue la realizada por Rachel 
Carson en 1962 que muestra que “el mito de su inocuidad se basa el hecho
 de que en tiempo de guerra se usó en miles de combatientes para luchar 
contra los piojos”, y en que tiene muy poca toxicidad aguda en 
mamíferos. Pero sus efectos a largo plazo son terribles: “actúa como 
perturbador endocrino, induce cánceres,
 malformaciones congénitas y problemas de fertilidad…”[5]. Y es que, 
como confirma el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente 
(PNUMA) en 2005, “las características de estos químicos (DDT, y otros 
once plaguicidas y contaminantes industriales más) es que son altamente tóxicos;
 son estables y persistentes y tienen una duración de décadas antes de 
degradarse; se evaporan y se desplazan a largas distancias a través del 
aire y el agua, y se acumulan en el tejido adiposo de los seres humanos y
 las especies silvestres”. A su descubridor le dieron el premio Nobel.
Esta proliferación de DDT
 en el mundo hace que, dadas sus características, aún persita en muchos 
seres vivos con el consiguiente daño. En EEUU, el Centro para el Control
 de Enfermedades (CDC), en un informe de 2009, relataba que había hecho 
pruebas a 2.400 voluntarios sobre la presencia en orina y sangre de 212 
moléculas químicas y se habían encontrado todas en casi todos los 
testados. El bisfenol A figuraba a la cabeza pero había restos de muchos
 pesticidas entre ellos el DDT, ya prohibido en ese país desde 1973.
Otro caso es el del lindano, un insecticida que se empezó a utilizar en 
1938 y se prohibió en Europa en 2006, 68 años de uso mezclado con los alimentos, con características parecidas al DDT-tóxico, persistente, etc.
En cuanto a la situación en Europa, la Autoridad de Seguridad 
Alimentaria (EFSA) ha llevado a cabo una revisión para restringir o 
prohibir la utilización de sustancias cuando son susceptibles de 
constituir un grave riesgo para la salud o el ambiente, y de unas mil 
sustancias activas autorizadas en 1990 se ha pasado en la actualidad a 
solo trescientas. Aún son muchas.
La OMS, en 1990, nos advirtió que cada año mueren 220.000 personas en el
 mundo a consecuencia de la intoxicación aguda de pesticidas, entre uno y
 dos millones de envenenamientos involuntarios con ocasión de de la 
pulverización de los mismos y otros dos millones de intentos de 
suicidios. Asimismo, quinientos millones, principalmente campesinos u 
obreros del campo, son víctimas de intoxicaciones “menos graves”[6]
¿Por qué se ha tardado tanto en detectar la toxicidad de estos y otros biocidas?
Las multinacionales de la industria mandan
Para ponernos en sazón, adelantamos el poder de las corporaciones en este capítulo. Solo seis empresas (Syngenta, Bayer, BASF, Dow, Monsanto
 y DuPont) tienen el control del 60% del mercado de semillas, del 76% 
del de insumos agrícolas –pesticidas y abonos- y del 100% de 
transgénicos. En cuanto a la industria de procesamiento de alimentos
 y bebidas, 10 empresas transnacionales controlan el 26% del mercado 
global de comestibles, entre los primeros lugares se encuentra Nestlé, 
KraftFoods y PepsiCo. No es extraño que tengan de entrada un enorme 
poder.
Pero hay algo más. Se trata de los mecanismos por el que las Agencias públicas de evaluación de alimentos
 de distintos países (AESAN., FDA, EFSA, etc.) proceden a autorizar un 
producto. La carga de la prueba recae sobre los usuarios. Hay que 
demostrar que un producto determinado es dañino para la salud o para el 
ambiente, y eso solo se puede hacer contando muertos, a posteriori. 
Tampoco las entidades públicas evaluadoras lo hacen, no tienen medios, 
luego se han de fiar a priori con los resultados toxicológicos y las 
pruebas de campo[7] que les facilitan las empresas cuando piden la 
autorización para lanzar un producto al mercado. O sea, que son las 
industrias las que suministran los estudios en los que se tienen que 
basar los evaluadores públicos para dar o no su autorización al producto
 presentado para tal fin. Y parte de los contenidos que facilitan estas 
empresas son secretos, están acogidos a una cláusula de 
confidencialidad, solo los conocen una veintena de expertos que son los 
que deciden. Estos informes, por tanto, no son públicos y su calidad no 
puede ser verificada por nadie externo al proceso. Nuestra salud en 
manos de la industria a la que se le supone que está más interesada por 
la salud de los consumidores que por su cuenta de resultados, es decir 
la presunción de inocencia mientras no demostremos los consumidores lo 
contrario.
Pero no solo eso, la penetración de la industria entre los 
investigadores y la universidad es alarmante. Un trabajo publicado en la
 prestigiosa revista Journal of the American Medical Association, en 
2003, muestra que los estudios publicados en Internet por Medline (una 
buena base de datos) entre 1980 y 2002 demostró que “aproximadamente una
 cuarta parte de los investigadores[8] tienen una relación con la 
industria y dos terceras parte de las instituciones universitarias 
tienen participaciones en las empresas nacientes que financian la 
investigación en las mismas universidades”. 
James Huff que fue directivo de una entidad muy prestigiosa, la Agencia 
Internacional de Investigación del Cáncer (IARC) dependiente de la OMS, 
encargada de clasificar las sustancia cancerígenas por su grado de 
toxicidad, declaraba en 2010: “examiné la composición de los grupos de 
expertos que redactaron las monografías (sobre las sustancias 
cancerígenas) desde 1995 a 2002 y el resultado fue que la influencia de 
la industria era ampliamente dominante”[9]. Aún así, el hecho de que una
 sustancia sea clasificada como cancerígena de tipo I (máxima seguridad 
de toxicidad en humanos) no significa que las Agencias de alimentación 
de los países la prohíban automáticamente, lo que ocurre es que es 
sometida a una fuerte presión en ese sentido.
Pesticidas y cánceres
Los trabajos de Séralini[10] y su equipo, publicados en 2012, han puesto
 en la picota al famoso Roudup que es el pesticida más utilizado en la 
actualidad y que, especialmente, se aplica al maíz transgénico 
resistente a este herbicida. Según este trabajo: “por primera vez en el 
mundo, un transgénico y un plaguicida han sido estudiados por su impacto
 en la salud a más largo plazo de lo que habían hecho hasta ahora las 
agencias de salud, los gobiernos y la industria. Los resultados son 
alarmantes”, declaraba el investigador a la Agencia France Press.
Como los agricultores están más cerca de los pesticidas que el resto de 
la población, es interesante saber qué pasa con ellos en relación al 
cáncer. Un resultado significativo de un metanálisis[11] de 1992, que 
recoge los resultados de 28 estudios epidemiológicos, revela que en 
general los agricultores mueren menos de cáncer y de enfermedades 
cardiovasculares que la población general, lo que muestra que esa vida 
al aire libre y físicamente activa es más saludable, pero “tienen un 
riesgo significativamente más elevado de padecer un cáncer de labios, de
 piel, de cerebro, de próstata, de estómago o del sistema linfático”. Y 
estos tumores más frecuentes entre los agricultores son los que también 
están en aumento en la población general de los países desarrollados
Siguiendo esta pista, encontramos que cada año se aplican a los cultivos 2.5 millones de toneladas de pesticidas (datos de 1997) y solo entre el 0.1% y el 0.3% entra en contacto con los organismos indeseables, el resto migra al medio ambiente y contamina el suelo, el agua y el aire del ecosistema, desde donde afecta a la salud pública. Esto no es neutral.
El denominado “Llamamiento de París”, declaración internacional sobre los peligros sanitarios la contaminación química, lanzada en mayo de 2004 en la UNESCO, en un coloquio con eminentes científicos independientes, se decía: “ convencidos de la urgencia y de la gravedad de la situación, declaramos que el desarrollo de muchas enfermedades actuales se debe a la degradación del medio ambiente; la contaminación química constituye una grave amenaza para los niños y para la supervivencia del ser humano; como nuestra salud, la de nuestros hijos y la de las generaciones futuras está en peligro, lo que está en peligro es la propia especie humana”[12]. La conclusión evidente es que el cáncer es una enfermedad medioambiental creada por el ser humano[13].
Y el cáncer aumenta cada año. En Europa, la tasa de incidencia del cáncer infantil aumentó de un 1% a un 3% anual en el curso de las tres últimas décadas[14], y eso no tiene que ver con el consumo de tabaco, ni con el aumento de la esperanza de vida, ni con la detección precoz, argumentos estos convencionales que sirven para echar una cortina de humo sobre esta epidemia. Asimismo, el toxicólogo francés André Cicolella afirma que “entre una mujer nacida en 1953 y otra nacida en 1913, el riesgo de cáncer de mama se ha multiplicado por tres y el de cáncer de pulmón se ha multiplicado por cinco. En hombres, en los mismos periodos, el riesgo de cáncer próstata se ha multiplicado por doce y el de pulmón ha sido el mismo”[15]
El cáncer es una enfermedad de la “civilización”, especialmente presente a partir de finales el siglo XIX; en las sociedades prehistóricas y neolíticas no hay indicios de esta enfermedad. El envenenamiento químico global, como hemos visto, tiene todo que ver con esta plaga.
Del campo a la mesa a través de la industria alimentaria
La industria química multinacional no solo está presente en el campo, también lo está en la propia industria agroalimentaria, que dominan las grandes empresas como hemos visto (Nestlé, Danone, PepsiCo…) y las grandes distribuidoras (Wal-Mart, Carrefour, etc.).
Hablamos de los aditivos alimentarios procedentes de la química de síntesis que acompañan a la mayor parte de los alimentos que consumimos, a excepción de las frutas verduras y otros alimentos de temporada de producción ecológica. Estos añadidos a los alimentos, que son la delicia de los fabricantes pues reducen mucho los costes, cumplen muchas funciones. Son, como dice la Directiva Europea que los regula, “conservantes”, “antioxígenos”, “acidificantes o correctores”, “emulsificantes”, “potenciadores del sabor” (como el glutamato), “gelatinizantes”, “espesantes”, “edulcorantes (como el aspartamo)”, y varios más. Y la mayoría tienen calculada su IDA, su ingesta diaria admisible, es decir, recordemos, la cantidad que pueden ingerir cotidianamente los consumidores toda su vida sin caer enfermos. Por tanto, a dosis mayores son venenos, no son inofensivos. Más venenos en la alimentación por esta otra vía.
Siguiendo esta pista, encontramos que cada año se aplican a los cultivos 2.5 millones de toneladas de pesticidas (datos de 1997) y solo entre el 0.1% y el 0.3% entra en contacto con los organismos indeseables, el resto migra al medio ambiente y contamina el suelo, el agua y el aire del ecosistema, desde donde afecta a la salud pública. Esto no es neutral.
El denominado “Llamamiento de París”, declaración internacional sobre los peligros sanitarios la contaminación química, lanzada en mayo de 2004 en la UNESCO, en un coloquio con eminentes científicos independientes, se decía: “ convencidos de la urgencia y de la gravedad de la situación, declaramos que el desarrollo de muchas enfermedades actuales se debe a la degradación del medio ambiente; la contaminación química constituye una grave amenaza para los niños y para la supervivencia del ser humano; como nuestra salud, la de nuestros hijos y la de las generaciones futuras está en peligro, lo que está en peligro es la propia especie humana”[12]. La conclusión evidente es que el cáncer es una enfermedad medioambiental creada por el ser humano[13].
Y el cáncer aumenta cada año. En Europa, la tasa de incidencia del cáncer infantil aumentó de un 1% a un 3% anual en el curso de las tres últimas décadas[14], y eso no tiene que ver con el consumo de tabaco, ni con el aumento de la esperanza de vida, ni con la detección precoz, argumentos estos convencionales que sirven para echar una cortina de humo sobre esta epidemia. Asimismo, el toxicólogo francés André Cicolella afirma que “entre una mujer nacida en 1953 y otra nacida en 1913, el riesgo de cáncer de mama se ha multiplicado por tres y el de cáncer de pulmón se ha multiplicado por cinco. En hombres, en los mismos periodos, el riesgo de cáncer próstata se ha multiplicado por doce y el de pulmón ha sido el mismo”[15]
El cáncer es una enfermedad de la “civilización”, especialmente presente a partir de finales el siglo XIX; en las sociedades prehistóricas y neolíticas no hay indicios de esta enfermedad. El envenenamiento químico global, como hemos visto, tiene todo que ver con esta plaga.
Del campo a la mesa a través de la industria alimentaria
La industria química multinacional no solo está presente en el campo, también lo está en la propia industria agroalimentaria, que dominan las grandes empresas como hemos visto (Nestlé, Danone, PepsiCo…) y las grandes distribuidoras (Wal-Mart, Carrefour, etc.).
Hablamos de los aditivos alimentarios procedentes de la química de síntesis que acompañan a la mayor parte de los alimentos que consumimos, a excepción de las frutas verduras y otros alimentos de temporada de producción ecológica. Estos añadidos a los alimentos, que son la delicia de los fabricantes pues reducen mucho los costes, cumplen muchas funciones. Son, como dice la Directiva Europea que los regula, “conservantes”, “antioxígenos”, “acidificantes o correctores”, “emulsificantes”, “potenciadores del sabor” (como el glutamato), “gelatinizantes”, “espesantes”, “edulcorantes (como el aspartamo)”, y varios más. Y la mayoría tienen calculada su IDA, su ingesta diaria admisible, es decir, recordemos, la cantidad que pueden ingerir cotidianamente los consumidores toda su vida sin caer enfermos. Por tanto, a dosis mayores son venenos, no son inofensivos. Más venenos en la alimentación por esta otra vía.
Pondremos algunos ejemplos de la suerte de estos aditivos. En el caso 
del aspartamo hay trabajos científicos[16] publicados recientemente que 
lo consideran un poderoso agente cancerígeno, y sin embargo no está 
prohibido en la actualidad ni en EEUU ni en Europa. El lobby de este 
producto ha sido y es muy poderoso. En cuanto a la sacarina, fue 
prohibida en Canadá en 1977 pero sigue permitida en el resto de países; 
en este asunto la OMS, a través de su agencia sobre el cáncer IARC, la 
pasó de “cancerígeno posible para los seres humanos” a la categoría de 
“inclasificables” en 1999, lo que justifica su autorización actual. El 
ciclamato, que fue prohibido en EEUU en 1970, aun sigue permitido en 
Europa. En cualquier supermercado español podemos encontrar los tres 
productos, lógicamente, sin problemas.
El efecto cóctel
El efecto cóctel
Si, como hemos visto, el consumo convencional nos va suministrando cantidades diversas de venenos,
 todos ellos por debajo del IDA, la ingesta mínima admisible, el 
resultado es que terminamos acumulando en nuestros cuerpos restos de 
cientos de venenos, como ya vimos en diversos estudios realizados. Pero 
como la filosofía del IDA es que a esas dosis no pueden hacernos daño, 
pues no pasa nada. Pero los evaluadores no han caído en un detalle, el 
cálculo del IDA de cada sustancia química autorizada se ha hecho (de 
aquella manera) producto a producto. ¿Qué ocurre con la interacción de 
estas dosis de venenos en nuestro cuerpo cuando se encuentran? Es el 
efecto cóctel.
Ulla Hass, una toxicóloga danesa, pionera en estudios de estos efectos 
combinados, lo explica así: “tenemos que aprender nuevas matemáticas 
cuando se trata de toxicología de las mezclas porque lo que dicen los 
resultados es que 0+0+0+ es un 60% de malformaciones” (se refería sus 
experimentos con fetos animales expuestos a mezclas).
Y como sabemos poco aún de estos efectos sinérgicos, es necesario 
aplicar el principio de precaución: en caso de incertidumbre, los 
organismos públicos evaluadores han de ponerse a favor de la salud no de
 las industrias, en ellas recae la carga de la prueba.
El IDA también se basa en el concepto de Paracelso, del siglo XVI, de 
que “solo la dosis hace el veneno”- sola dosis facit venenum-, o sea que
 son posibles dosis mínimas de por vida inocuas. Como ha mostrado el 
amianto o la talidomida, dosis mínimas pueden tener efectos graves. La 
única dosis segura es cero, o sea la prohibición.
El caso de la talidomida, que hoy sigue en los tribunales en nuestro 
país, es muy ilustrativo. Salió al mercado en 1957 en cincuenta países y
 se prescribía como tranquilizante y para las nauseas matinales de las 
embarazadas. En cinco años la droga deformó a 8.000 niños. Algunos de 
los bebés expuestos se habían salvado aunque sus madres habían tomado la
 pastilla durante mucho tiempo, pero otros que su madre solo tomó el 
medicamento una sola vez padecen mutilaciones atroces. La razón es que 
el efecto teratógeno depende del momento en que se toma la droga y no de
 la dosis.
El IDA, que apareció en la toxicología a finales de los cincuenta, 
aunque esté completamente superado se ha convertido en un dogma 
intangible, según opina Erik Millstone, uno de los mejores especialistas
 europeos en sistemas de reglamentación sobre seguridad de los 
alimentos. Ya lo hemos visto: ni tiene en cuenta los efectos cóctel e 
ignora las consecuencias de dosis de las sustancias por debajo de ese 
mínimo llamado IDA[17].
Una muestra en alimentos infantiles
“El balance es abrumador”, decía el periódico francés Le Monde el 1 de 
diciembre de 2010, en un artículo titulado “Residuos químicos en los 
platos de los niños”, en el que glosaba la investigación llevada a cabo 
por una asociación francesa que hizo analizar la alimentación diaria de 
un niño de diez años, que comprendía tres comidas según las 
recomendaciones oficiales. En efecto, había razón para asustarse, porque
 aparecieron en la muestra “ciento veintiocho residuos, ochenta y una 
sustancias químicas, cuarenta y dos de las cuales están clasificadas 
como cancerígenas posibles o probables y cinco sustancias que están 
clasificadas como cancerígenas seguras, así como treinta y siete 
sustancia susceptibles de actuar como perturbadores endocrinos…”[18]
La alternativa
No nos queda otra más que la producción, la distribución y el consumo de
 alimentos ecológicos garantizados y de proximidad para no contaminar 
con los recorridos kilométricos que recorren hoy nuestros alimentos[19].
 Para ello es condición indispensable y estratégica una tenaz denuncia 
contra las multinacionales que dominan la alimentación en el mundo.
Luchar contra Monsanto o Nestlé es luchar por nuestra salud y la de nuestros hijos, es la lucha por la vida y por la soberanía.Ecoportal.ne
La Nueva Guía Electrónica De Alimentos Qué Curan
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