A pesar del tope de 80 horas de trabajo semanal para residentes, la medicina sigue siendo una de las profesiones más desgastantes física y emocionalmente, tributando vidas al estrés y las largas jornadas.
El testimonio de un par de médicos jóvenes puede
iluminar este panorama. Ser médico es una profesión de riesgo: algunos estudios
muestran que los médicos tienen el doble de probabilidad de suicidarse
que las personas que no ejercen esta profesión; la probabilidad se
triplica en el caso de las mujeres.
La nanocirugía avanza a pasos
agigantados, al igual que el prospecto de nuevos tipos de transplantes y
vacunas contra enfermedades hasta hoy incurables; sin embargo, los
médicos no pueden comportarse como robots: siguen enfrentándose
finalmente al ciclo de vida y muerte al que todo organismo está
expuesto, y para algunos es simplemente demasiado difícil.
Se estima que al menos 400 médicos
cometen suicidio cada año en EU, más que el promedio de la población
general y más que en cualquier otro grupo académico-ocupacional –y la
tendencia es más pronunciada entre psiquiatras y anestesistas.
La paradoja de que los médicos no puedan diagnosticar sus propios
malestares asociados con el ejercicio de la profesión (como estrés,
aislamiento social y abuso de drogas) ha sido documentada
estadísticamente, pero algunas voces al interior del gremio están de
acuerdo en que se requieren cambios de fondo.
Pranay Sinha
es un médico de primer año de residencia en el departamento de medicina
interna del Hospital de Yale-New Haven. Su teoría es que los médicos
(en especial los residentes en EU), son formados de acuerdo al ideario
del ensayo “Aequanimitas” de Sir William osler, fundador del primer
programa de residentes del Johns Hopkins Hospital en 1889. El médico
debe proyectar ecuanimidad intelectual, emocional y física, muchas veces
más allá de las que posee realmente.
Sinha se dio cuenta de que es sólo
cuestión de tiempo para que el médico tenga que enfrentarse a la
realidad estresante de aquello que, paradójicamente, también le genera
satisfacción: certificados de defunción, diagnósticos mal establecidos,
prescripciones erradas…
Para remediar dicha soledad, Sinha
enfatiza la necesidad de “una cultura médica que nos aliente a compartir
estas vulnerabilidades”, cambiando la competencia entre colegas por un
sentido de conexión, así como el sentimiento de soledad.
Los dramas médicos no ocurren solamente en Dr. House o Gray’s Anatomy: la supuesta infalibilidad de los médicos ha sido cuestionada también en un contexto latinoamericano en el libro Permiso para morir. Cuando el fin no encuentra un final, de próxima aparición en Argentina.
El caso del músico Gustavo Cerati y su innecesaria agonía dan pie a una reflexión de Daniel Flichtentrei
sobre el derecho a la muerte voluntaria, pues “hay investigaciones que
señalan que los médicos realizamos maniobras de reanimación
cardiopulmonar hasta en un 85% de los casos aun considerando que serán
inútiles o que sólo prolongarán la agonía.”
La educación “enfática” de los médicos,
como la llama Flichtentrei, parte de la premisa de que toda vida merece
ser vivida, lo que lleva muchas veces a la construcción de un nuevo tipo
de paciente: los familiares del enfermo que ven al paciente convalecer
innecesariamente, cuando las esperanzas clínicas han sido agotadas.
Aunque Flichtentrei
no se refiere propiamente a la singular tasa de suicidios entre médicos,
su propuesta para afrontar con una nueva humildad el ejercicio de la
medicina podría beneficiar a otros practicantes, especialmente por el
enfoque de ida y vuelta que plantea:
Aprendemos a “ser” y
no sólo a “hacer”. Leemos, tomamos cursos de postgrado, asistimos a
congresos y a simposios para adquirir como médicos las habilidades que
teníamos antes de ingresar a la facultad y que habíamos perdido al salir
de allí. Las competencias elementales para comprender el sufrimiento
ajeno y para permitirnos sentir el propio.
La habilidad para
articular lo analítico y lo narrativo. Una mañana al entrar en la sala
del hospital nos damos cuenta de que podemos escuchar y no sólo
preguntar. Que el “escuchatorio” puede articularse con el
interrogatorio. Que la gente tiene cosas valiosas para decirnos y que
son ellos mismos, con sus propias historias, quienes le dan sentido a la
vida que se les termina.
Descubrimos que algunos enfermos no se curan
pero se sanan. Que ellos se sienten mejor. Y nosotros también.