Evidentemente no se le puede atribuir toda la culpa a la mala alimentación. Innumerables factores podrían, en combinación, constituir causas efectivas de estas enfermedades. Sin embargo, existe abundante documentación de casos y estudios científicos que confirman la predisposición de estas dolencias con cierto tipo de alimentación[2]. Nada distante y exótico, estamos hablando de aquella que prácticamente gobierna nuestros hábitos alimenticios: la alimentación agroindustrial.
Se podría suponer que con una dieta basada en frutas y verduras se escapa del asunto, pero no, ni aún los tradicionales «alimentos saludables» quedan fuera de la cadena de producción agroindustrial. Pero, ¿estará todo reglamentado? –se preguntará uno–. […risas…]. En realidad existe una serie de complejos protocolos y requisitos para la inserción de nuevos compuestos químicos en los alimentos, pero lamentablemente esta complejidad resulta siempre en favor de las grandes corporaciones agroalimentarias que dictan las políticas de los entes reguladores superponiendo la maximización de sus ganancias sobre cualquier consideración, incluso sobre la salud de la gente[3].
A estas grandes empresas solo les importa los macro beneficios inmediatos del mercado internacional y para mantener su predominancia deben explotar al máximo capital, tecnología, agua, suelo, energía, recursos forestales, fertilizantes sintéticos, pesticidas, mano de obra… todo esto (entre otras cosas) a expensas de la destrucción de los ecosistemas, la perdida de la agro diversidad, el uso irracional de recursos naturales, el éxodo rural, el hacinamiento urbano, el aumento de la pobreza, la concentración de riquezas, la dependencia tecnológica y el envenenamiento masivo de las poblaciones (tema que nos concierne principalmente). Este envenenamiento ocurre ya desde el inicio del proceso de producción de los fertilizantes y pesticidas. Las agroindustrias suelen minimizar sus gastos vertiendo sus residuos (hidrocarburos halogenados, fenoles, arsénico y metales pesados) directamente en los arroyos, ríos y lagos, los cuales llegan hasta las napas freáticas y acuíferos: el agua que consumimos[4]. Así que tampoco el agua está a salvo. Y no es la única manera en que estas sustancias llegan al agua.
Durante la siembra millones de toneladas de pesticidas son arrojados sobre los cultivos, gran parte filtrándose directamente hasta las napas y otra parte subiendo a la atmósfera para luego bajar en forma de lluvia hasta los arroyos, ríos y lagos. En la subcuenca del Pirapó, sobre el Acuífero Guaraní, el 97,2% de las muestras ambientales de abastecimiento de agua y el 100% de las muestras procedentes de manantiales registran residuos de plaguicidas[5]. Quizá el ejemplo regional de mayor alcance de contaminación de aguas por plaguicidas y su repercusión en la salud humana es el de la región del Mar Aral donde el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) en 1993 vinculó los efectos de los plaguicidas al «nivel de morbilidad oncológica (cáncer), pulmonar y hematológica, así como a las deformidades congénitas… y deficiencias del sistema inmunitario».
En Paraguay un estudio estadístico realizado por el Dr. José Luis Insfrán ha mostrado un notable aumento de enfermedades hematológicas como linfomas y leucemias en zonas de fumigaciones. Mientras, en la OMS, a pesar de ser bastante conservadores, registran aproximadamente 25 millones de afectados y 220 mil defunciones al año por causa de los pesticidas. Pues bien, si los pesticidas son tóxicos hasta el punto de enfermar gravemente y matar por exposición directa, ¿qué pasa con las frutas y verduras tratadas con ellos? Buena pregunta. No lo sabemos con certeza. La mayor parte de las investigaciones son financiadas por la agroindustria y están protegidas bajo cláusulas de confidencialidad. Solo tienen acceso a ellas los técnicos de las agencias reguladoras internacionales que en su mayoría son empleados de las mismas corporaciones que producen estos informes[6]. Lo cierto es que prácticamente todos los estudios independientes han mostrado anomalías con los alimentos tratados con pesticidas.
Un caso ejemplar es la investigación, encabezada por el científico francés Gilles Eric Séralini, que mostró que ratas alimentadas durante toda su vida con maíz transgénico tratado con el herbicida Roundup (el pesticida más utilizado del mundo) murieron tempranamente sufriendo tumores y daños en varios órganos[7]. Pero no solo los pesticidas deberían generar alarma.
Sin agotar opciones podríamos dedicar un extenso capítulo a los aromatizantes, colorantes, conservantes, acidulantes, espesantes, saborizantes y emulsionantes que inundan nuestra mesa generando en nuestros organismos efectos cruzados que no han sido evaluados y que a largo plazo podrían ser causa de graves enfermedades crónicas[8]. Si asumimos la situación como está planteada debería sorprendernos la irresponsabilidad e inhumanidad de los encargados de velar por la salud pública y, en consecuencia, estar sumamente indignados. Sería bueno retrotraer el pensamiento y analizar cómo, cuándo y por qué perdimos el rumbo.
Desde tiempos inmemorables se ha dispuesto el tema de la alimentación como uno de los temas fundamentales. «Que tu medicina sea tu alimento, y el alimento tu medicina» es una máxima atribuida a Hipócrates de Cos, considerado como el «padre de la medicina». Él creía que el cuerpo tiene la habilidad innata de curarse así mismo, pero para que esto suceda debe recibir los nutrientes adecuados. Dicho pensamiento sigue vigente en la medicina moderna, sin embargo, si uno coteja y examina la realidad, verá cuán alejada está la civilización contemporánea de su aplicación.
Prácticamente hemos separado «alimentos» y «medicinas» en dos grupos bien definidos. Desde cierta perspectiva incluso empezamos a verlos de manera antagónica: por un lado sabemos que muchos alimentos que consumimos son tóxicos y por otro lado, en contrapartida, pretendemos contrarrestarlos con todo tipo de fármacos que no hacen más que empeorar el cuadro ya que las farmacéuticas al parecer están más interesadas en lucrar que en curar. Como ha dicho Richard J. Roberts[9]: «Los fármacos que curan no son rentables y por eso no son desarrollados por las farmacéuticas que, en cambio, sí desarrollan medicamentos cronificadores que sean consumidos de forma serializada». Así, mientras el «juramento hipocrático» va cediendo a los deseos del «gran capital», los alimentos se convierten en la sentencia colectiva de miles de millones de personas.
No obstante, a pesar de la enormidad de la tarea, podemos comenzar a modificar esta realidad hoy mismo principalmente de dos maneras. Una de ellas es dando preferencia a los alimentos saludables, libres de aditivos y pesticidas. La otra manera es denunciando la corrupción que impera en los entes reguladores de la industria alimentaria y farmacéutica.
Pero, por sobre todo, para que ambas sean efectivas, sin ceder a la manipulación de los medios corporativos, debemos informarnos e informar a los demás sobre lo que está ocurriendo. Conforme vaya creciendo la fe de que es posible construir un mundo mejor, esta forma de accionar hará sinergia con otras intenciones dando lugar a un gran efecto demostración que la historia recordará por haber conmovido incluso a los corazones más endurecidos.
[1] Informe sobre la situación mundial de las enfermedades no transmisibles 2010. Resumen de orientación de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
[2] Dieta, nutrición y prevención de enfermedades crónicas. Informe de un grupo de estudio de la OMS. Serie de Informes Técnicos, Nº 797 (Ginebra, 1990).
[3] Notre poison quotidien (2010).
[4] Propuesta Metodológica para el Manejo de Acuíferos Costeros: El Problema de la Intrusión Salina. Por J.M. Bedoya Soto (2009).
[5] Lucha Contra la Contaminación Agrícola de los Recursos Hídricos. Estudio de la FAO. Por E.D. Ongley (1997)
[6] Notre poison quotidien (2010).
[7] Food and Chemical Toxicology (November 2012). Vol 50, Iss 11, Pgs 3877-4238.
[8] Chemical interactions between additives in foodstuffs: a review. Scotter MJ y Castle. 2004. Food Additives and Contaminants 21(2):93-124.
[9] Bioquímico y biólogo molecular. Premio Nobel de Medicina en 1993.